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Poli y sus amigos

Fábula El perro y su reflejo

Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques, un perro de mediana edad llamado Bruto.

Bruto era un perro fuerte, con un pelaje marrón brillante y ojos astutos que siempre parecían estar buscando algo más en la vida. No era un perro malicioso, pero sí tenía un defecto muy humano: la avaricia. Siempre quería más de lo que ya tenía, sin importar lo que fuera.

Una mañana soleada, Bruto deambulaba por los alrededores del pueblo en busca de algo que comer. Tras una larga búsqueda, encontró una carnicería que acababa de tirar algunos restos de carne. Feliz con su hallazgo, Bruto se abalanzó sobre los pedazos y rápidamente atrapó un jugoso trozo de carne entre sus dientes. Era un buen día para él, pensaba, mientras se alejaba con el tesoro en su boca.

Decidió que, para disfrutar de su premio con tranquilidad, cruzaría el puente de madera que llevaba a un rincón apartado del bosque. Mientras caminaba sobre el puente, la luz del sol brillaba sobre el agua clara del río que corría debajo. Fue en ese momento cuando Bruto miró hacia abajo y vio algo que lo detuvo en seco.

En el agua, vio la imagen de otro perro sosteniendo un trozo de carne. Bruto, al no reconocer que era su propio reflejo, se quedó mirando el trozo de carne que parecía aún más grande y apetitoso que el suyo. A su mente astuta y codiciosa le vino una idea: “Si logro arrebatarle ese trozo a ese perro, tendré dos trozos de carne en lugar de uno. ¡Qué gran idea!”

Con este pensamiento, Bruto olvidó por completo el pedazo que ya tenía. Se acercó más al borde del puente, con la mirada fija en el “otro” perro. En su mente, ya se veía disfrutando de ambos trozos de carne en un rincón tranquilo del bosque.

En un impulso repentino, Bruto abrió su boca y ladró con todas sus fuerzas para asustar al “otro” perro y hacer que soltara la carne. Pero en el momento en que abrió su boca, su propio trozo de carne cayó al agua, hundiéndose rápidamente en el río. Bruto se quedó mirando, atónito, mientras el trozo desaparecía bajo las aguas, llevándose consigo su comida y sus sueños de abundancia.

Intentó recuperar lo perdido, pero el río era profundo y rápido, y la carne se había ido para siempre. Bruto se quedó allí, solo y con las patas vacías, mirando el río y su reflejo, que ahora le parecía una burla cruel. De repente, comprendió lo que había hecho: en su afán de obtener más, había perdido lo que ya tenía.

Volvió al pueblo con las orejas caídas y la cola entre las piernas, aprendiendo una valiosa lección. Desde ese día, Bruto nunca más se dejó llevar por la avaricia. Entendió que a veces, en nuestra búsqueda por más, podemos perder todo lo que ya hemos conseguido.

La noticia de lo que le había sucedido a Bruto se esparció rápidamente por el pueblo. Los otros animales, al escuchar la historia, también aprendieron la lección. Los gatos, que siempre miraban con recelo los restos de comida de sus dueños, ahora se conformaban con lo que les daban, y los cuervos, que solían arrebatar la comida a otros animales, dejaron de hacerlo.

Con el tiempo, la historia de Bruto se convirtió en una leyenda en el pueblo, y fue contada de generación en generación. Los niños la escuchaban de sus padres y abuelos, aprendiendo desde pequeños la importancia de no ser avariciosos y de valorar lo que ya tienen.

Bruto, por su parte, vivió el resto de sus días como un perro sabio y tranquilo. Siempre que encontraba algo bueno, lo disfrutaba sin pensar en lo que podría tener más allá. Y así, vivió una vida más plena y feliz, aprendiendo que a veces, menos es más.

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